XIV. La primavera
Kamijima Onitsura
(traducción de Manzano y Takagi)
En Japón es costumbre celebrar, entre enero y mayo, la floración del cerezo. Hay cientos de variedades de este árbol que da una flor entre rosácea y blanquecina. El monte Yoshino, con cuatro extensos cerezales, es el lugar más famoso para la contemplación de las flores que al caer en multitud asemejan una nieve rosada.
La sensibilidad japonesa se complace en la efímera belleza y el esplendor de los cerezos florecidos, regalo de la primavera. Aquí en República Dominicana, a las personas que tienen esa sintonía con las manifestaciones de la madre Tierra, no les pasa desapercibida la belleza de los robles de Gazcue, en Santo Domingo, o la marea roja de los flamboyanes a la entrada de La Vega.
El poeta Onitsura, que vivió en los siglos XVII y XVIII, va más lejos de la celebración primaveral y crea una relación de causa y efecto (no falsa, pero sí engañosa) entre la floración del cerezo y el número de patas de aves y caballos.
¿Qué logra con esto? Establece un puente entre la maravilla efímera del cerezo florido y la otra maravilla, supraestacional, de lo que es un pájaro, de lo que es un caballo. Sin decirlo, nos invita a que, en el preciso momento del esplendor del cerezo, no nos perdamos el prodigio del ave, ni la magnificencia tranquila o galopante del caballo.
La visión iluminada de la realidad permite captar la naturaleza toda en su armonía verdadera, en su unidad intrínseca, en su orden, en su ley. Donde el cerezo primaveral, que es motivo de regocijo, es el catalizador que produce la actitud agradecida y celebrante por todo lo que sucede y por todo lo que es.
Rafael García Bidó
|