XI. El agua clara
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La primera vez que me llevaron al mar, sin quitarme la ropa, me metí en el agua. Años más tarde fue motivo de felicidad el mudarme a la calle Sánchez, en San Pedro de Macorís, donde al sur, al fondo, se veía el azul unánime del Mar Caribe. Las vacaciones en San Cristóbal tenían emocionantes escapadas, junto a amigos y primos, para bañarnos en el río Nigua.
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Luego las emociones fueron otras: el deporte, las ciudades, las muchachas como flores, el matrimonio, criar los hijos… Hay que decir que mientras tanto los ríos empobrecieron su caudal o desaparecieron. Las playas cercanas perdieron sus árboles de sombra y se llenaron de plásticos y otros deshechos.
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Pero un día, lejos de los grandes centros poblacionales, visité la isla Saona. Adamanay la llamaban los taínos. El agua volvió a brillar con una limpieza paradisíaca, la arena era solo arena, el viento solo viento. Y los cuervos vociferaban en un idioma ininteligible.
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Descubrí después que los ríos, desde las montañas de su nacimiento, siguen bajando prístinos, cantarines, invitadores, rodeados de piedras mudas e infinidad de pájaros. Sólo que hay que hacer travesías para este encuentro. Verdaderos peregrinajes donde la dificultad del camino nos pone a tono con la pureza del agua.
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(El Yaque del Sur es uno de los tres ríos más importantes de la República Dominicana.)