I. Viaje al tiempo ido en busca de unas campanas El desarrollo de nuevas tecnologías y la mudanza de las costumbres hacen caer imperceptiblemente en el desuso algunos objetos. En principio quedan inactivos, allí parados, mientras el río de la vida, el ir y venir de los humanos, les pasa por el lado. Luego, ya olvidados por su inutilidad, son desechados y arrojados. Y desaparecen.
Leyendo jaikus escritos por personas que vivieron hace tres o cuatro siglos, me refiero principalmente a Onitsura o a Buson, me he reencontrado con las campanas, y más que imaginarme su ubicación en templos o palacios en las lejanas "islas del otoño", han venido imágenes de mi infancia.
A los cinco años fui por primera vez a la escuela pública. Según se cruzaba el portón, a mano derecha, antes de las escalinatas y a orillas de un jardín, a unos cuatro pies de altura, estaba una gran campana que era usada para indicar la hora de entrada y salida y el principio y fin del tiempo de recreo. Perdida en la bruma del tiempo para mí esta es la campana por excelencia. Recuerdo su gran tamaño, pero no su sonido. Es improbable que yo hubiera movido alguna vez su badajo.
Unos cuatro o cinco años más tarde me topé con las campanas de la iglesia al hacerme monaguillo. Había una campanita manual que aprendí a usar con facilidad para señalar ciertos momentos de la misa. También estaban las campanas de la torre. Se tocaban, tirando de una soga, principalmente para llamar a misa. El pueblo era pequeño y, la mayor parte del año, silencioso. El primer toque se daba, eso creo, media hora antes de la misa, que, si era por las mañanas, servía para despertar a los feligreses. Luego se daban otros dos toques, de manera que el tercero indicaba que la ceremonia estaba muy próxima a comenzar. En días especiales, de fiesta religiosa, se daban repiques.
Estas campanas las tocaba Tico, el monaguillo más viejo, o su hermana Clarita. En ocasiones toqué las altas campanas, pero nunca en repique.
Una campana
con sonido de antaño vence a la niebla.
Ya silenciosas
las viejas campanas sueñan el alba. Rafael García Bidó
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