III. El instante Cuando se despierta son ya las cinco de la tarde y el sol se encuentra trabado entre dos nubes de las que se desprenden nubarrones, como arrancados a pellizcos por algún gigante desde el perfil de la montaña más próxima. Aún con la sensación del sueño en los ojos le viene a la cabeza el final de un haiku que decía:
...del borde las nubes
llovía tierra. (8) Sabor a tierra. Exactamente ésa es la sensación que se le ha quedado en la boca tras una siesta tan prolongada. Le duelen los músculos del cuello a consecuencia de la postura mantenida durante tanto tiempo. Recuerda cuando era joven, con un cuerpo tierno y pequeño, pero tan sano y vivo que hasta con sus ojos podía penetrar en el corazón de los hombres de antaño. ¡Cuán distintos el pasado y el presente!
Recorre con la vista el entorno. Sora dormita encima de unos arbustos, al lado suyo. Entre los tallos llega a percibir la figura de una araña que incansablemente fabrica, quizás no por primera vez, su tela. Sin saber cómo su memoria recupera un sencillo poema encontrado en sus lecturas:
En solitario,
teje la tejedora sutil sudario. (9) De la espesura bañada en claroscuro sale el sonido penetrante y machacón de las chicharras camufladas en los troncos. Sonríe levemente mientras piensa que chirridos de chicharras / empapan rocas, como si del agua de un río se tratase... Algo exagerado aunque incisivo este último verso, se dice. Incisivo como la flecha que da en el centro exacto de la diana. Como la primera gota de lluvia que rebota sobre un suelo de arena.
No lejos canta el cuclillo. De repente le sacude una extraña sensación de soledad, una nube de nostalgia por algo definitivamente perdido. Revive su época de academia con el maestro Kigin. Estudiaba en aquel tiempo literatura japonesa y china. Pero, por encima de todo, conoció y amó a Jutei, joven y traviesa entonces, quién sabe si ahora anciana respetable. Joven o anciana, poco importa. Hoy la echa de menos. Sin esfuerzo le viene a la mente un haiku de su fiel amigo Issa, repleto de la emoción de la ausencia:
De no estar tú,
demasiado enorme sería el bosque. Así es exactamente como se siente en este momento. Minúsculo y perdido. Sonríe al pensar que, acaso sin pretenderlo, Issa había logrado hacer patente -en ese poema como nunca- lo que él tantas veces había repetido, hasta llegar a convertirlo en su principio básico como hacedor de poemas: El haiku es lo que ocurre aquí y ahora. No siempre uno logra poner en práctica lo que predica o enseña. Él mismo acepta el hecho de que gran parte de su obra ha sido fallida. Incluso en numerosas ocasiones ha tenido la sensación de que se esforzaba en componer estos humildes versos por no tener talento para empresas mayores. Además, piensa, ¡hay tantas veces en que no ocurre nada!... Salvo la vida o la muerte, por supuesto -se responde de inmediato.
Se alza una leve brisa que trae hasta su olfato imprecisas sensaciones de humedad. Al mirar hacia su izquierda, a muy poca distancia, ve un pequeño estanque que antes, por el cansancio y el sueño, le había pasado inadvertido. Está en parte rodeado por unos cuantos juncos y dos o tres matas de anea. Aquí y allá algunas piedras desperdigadas, redondas y resbaladizas. En el mismo borde, como una piedra más de color verdoso, descubre una rana diminuta. De repente se anima y le desaparece el cansancio. Éste es el momento, ¿por qué no intentarlo? Se trata de un tema como cualquier otro para intentar apresar el aquí y el ahora. Con presteza extrae de su zurrón un pliego de papel de arroz y, con el pincel bañado en tinta, rasguea con rapidez:
¡Sal ya de ahí!
Oigo un sapo que croa bajo los juncos. Se queda pensativo unos momentos. Cierto, el tono imperativo inicia un diálogo que aproxima al motivo, haciéndolo más corpóreo, al menos en apariencia. El verbo apunta una condición natural del animal y el tercer verso recrea su situación exacta. Está claro el aquí, pero... ¿y el ahora? No recuerda haber oído croar en todo el rato. De forma extraña viene a su mente el recuerdo de una vez que corrigió a un discípulo y, sobre la estrofa de aquél, escribió:
Feo pimiento:
si le pones dos alas, una libélula. Le gustaba este haiku y lo seguía considerando un acierto por lo rotundo de la imagen y lo tajante de unas frases que se suceden como huérfanas de acción, sin verbos casi, sólo limpia pintura verbal. Pero, se lamenta, en ellos estaba el aquí y el ahora de aquel momento concreto en que ejerció de maestro con un joven tan hambriento de belleza como poco dotado para ella.
Recoge la memoria dispersa e intenta concentrarse en el instante: un bosque, una charca, unas pocas piedras, una rana y un poeta atento a todo. Cierra los ojos durante unos segundos y, tras abrirlos de nuevo, caligrafía sobre el papel:
Oscuro ocaso...
En efecto, el sol se estaba poniendo y la espesura del bosque aceleraba aún más la ya inminente llegada de la oscuridad. Pero ¿y lo que tenía ante sí, lo vivo, aquello en lo que uno puede sumergirse sin metáforas? Al fin y al cabo, el crepúsculo no deja de ser una abstracción, algo etéreo... Tacha de un solo trazo este primer verso fallido y debajo garabatea:
En soledad...
Se detiene con la pluma en suspenso. Efectivamente, así se siente ahora, en absoluta soledad, cansado, repleto de añoranza y vencido. Sin embargo, ¿es eso de lo que se trata? ¿Escribe acaso sus poemas sólo como un simple desahogo ante el infortunio? ¿Intenta, sin más, dar una salida a sus propios fantasmas? ¿Acaso la realidad misma no persiste ante él con toda la fuerza de su presencia inexcusable? Las cosas están ahí, viven por sí mismas y el poema no hace más que otorgarles eternidad... Un nuevo borrón y, a la tercera vez, escribe con ánimo decidido y trazo certero:
Un viejo estanque.
Se zambulle una rana. Ruido de agua. Ahora sí. Perfecto. Justo lo que buscaba... A no ser, en todo caso, por ese verso final. Piensa -siente, mejor- que le está pidiendo otra cosa, pero ¿qué? ¿Una elipsis, una metonimia? ¿Cómo sustituir lo sucesivo por lo instantáneo, sin perder el control de la palabra? ¿Cómo expresar, en esencia, lo más con lo menos? En ese mismo instante Sora, que ya se había despertado, se acerca con sigilo, pero no puede evitar que la rana, asustada por el movimiento, se lance al agua, dibujando un arco en el aire y produciendo un sonido sordo y seco al romper la superficie.
Entonces el poeta, presa de una iluminación, exclama para sí: ¡Ya lo tengo! ¡Éste es el aquí y el ahora que estoy esperando! Rebusca en su zurrón, saca otra hoja de papel de arroz y, con trazo nervioso y algo trémulo por la emoción del hallazgo, escribe:
Un viejo estanque.
Se zambulle una rana. ¡Chof! Y firma a pie de página: Matsuo Basho.
Ignacio García García
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