II. El sueño
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Soñó con miscantos. Con el sol abriéndose paso a través de los extensos bambudales. Con la piedra asesina al otro lado de las solfataras. Y con plataneros. Vio desde la costa de la bahía Kisa disparar sobre el abanico de los barcos. Oyó a un viejo vihuelista entonar una balada al pie del monte Nikko. En su sueño recorrió varias veces, arriba y abajo, el sendero de las monedas hasta llegar a la cumbre del Yudono. Contempló torbellinos de arena levantados por el viento marino y el monte Chocai semioculto tras un suave vaho de lluvia. Bajó al precipicio llamado
Donde los perros vuelven y ascendió de la sima
Donde el potro retorna. Y otra vez plataneras.
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Pero ahora una sola. La de su patio. Por un momento creyó estar en un lugar llamado Komatsu y regresó. Se encontró de nuevo en su choza, firmemente plantada junto al río Sumida,
con cuya agua se empapan las rocas. Soñó con animales, un murciélago, un pájaro y un ratón, y creyó ver a un niño delgado y enfermizo que imaginaba árboles en flor en la ladera del monte Yoshino.
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Luego se vio a sí mismo, ya mayor, como funcionario del Servicio de Aguas, uno más entre miles a las órdenes del shogun. Vio a su amada Jutei junto a él, cada vez que le leía por la noche sus humildes haikus de poeta sin talento. Allí estaba su maestro Soin, tan avezado en el uso de las imágenes y metáforas del instante pasajero. Vio a Butcho, su iniciador en la senda del Zen, el que le enseñó que
pasan los tiempos, pasan las edades, sin que sus huellas sean ciertas. Y de nuevo era un niño que volaba...
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En su sueño fue tropezando con tumbas,
las líneas donde terminan las promesas del amor, aquello de juntar las alas y entrelazar las ramas. Y barcos anclados en el puerto con gruesas maromas -
maromas tan tristes...- Y, más adentro, el bosque. Pinos y macizos de mimosas, robinias y castaños en la falda de un monte Oyama inexistente. Y en el claro, un estanque.
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De golpe recordó unos versos que tantas veces había cantado cuando era niño, aunque nunca supo de quién eran: