Sevilla, 27 de mayo de 2010. Plaza Nueva, frente a la puerta del Ayuntamiento. Seis menos tres de la tarde. Mientras esperaba sentado en un banco, pensaba en si los científicos sociales estarán elucubrando acerca del tema. La tecnología hoy permite -sin dejar de estar sentado frente a una pantalla de una máquina con una buena conexión a una red no sé qué- nuevas formas de comunicación; tan rápidas, numerosas y eficaces, que no sólo facilitan un mero intercambio de datos, que no sólo logran, digamos, mantener afectos consolidados entre usuarios, sino también establecer afectos nuevos. Pero incluso la técnica más avanzada no puede (y quiera Dios que no dejemos que lo haga nunca) sustituir al encuentro personal, al abrazo, a la charla, al brindis. Un espacio abierto bajo un sol razonable, una mesa con bebidas y viandas, sillas alrededor y gente amistosa en ellas.
De izquierda a derecha, Gregorio Dávila, Luis Corrales, Luis Carril, Sergio Pinteño, Miguel Ibáñez y Keiko Wakabe
Aprovechando una visita a la familia de J, convoqué a formar parte de una situación tal a los haijin que conozco en Sevilla y cerca. Ellos respondieron a la convocatoria con entusiasmo y la cosa se concretó en lo escrito al principio.
Un delicioso anticipo había sido conocer el día anterior a Keiko Kawabe, una sevillana nacida en Japón que, haciendo gala de una cortesía exquisita, fue nuestra primera cicerone por la urbe hispalense. Nos invitó a su taller de shodo, en donde a pesar de la sencillez del local se respiraba un algo venerable. Y aconsejé a sus alumnas -a tenor de su interés por el haiku- contactar con algunos de los amigos con los que estaba citado, conocedor tanto de su diligencia como de mi vagancia. Nosotros invitamos a Keiko a acudir a la reunión de haijin, pero alegó no poder acudir por motivos de estudios. Más tarde estábamos despidiéndonos de ella, encantados con sus atenciones y apenados por no poder disfrutar más de su compañía.
Grego, Corrales, Miguel Ibáñez y Sergio Pinteño, creo recordar que por ese orden fueron llegando. ¡Menuda pléyade! Hubo abrazos entre los que ya nos conocíamos personalmente, afectuosas presentaciones entre los que no. Y aún allí, de pie, en el corro espontáneo, ya estaba pasando algo, pero aún no sabía lo que era.
"Bueno, Grego, pues toma tú el mando y llévanos a la primera etapa".
Y a ella llegamos, andando con parsimonia, con alegría serena, con dos o tres conversaciones a la vez ya trabadas; y en ella estamos. Lo tiene ya todo: la plaza del Salvador, el calorcillo y la brisa, el mobiliario indispensable, unas cañitas y un puñado de seres humanos conversando y riendo, celebrando -insisto- aún no sabía qué.
Porque no fue revelándose sino poco a poco.
Quizá tuvo que ver con ello la aclaración del jeroglífico asociado a la ciudad, "no-madeja-do" (*), porque de pronto intuí que una madeja era la clave. Madejas, trenzas, hebras, hilos. Partían de cada uno, se deslizaban por la mesa, entre vasos y tacitas, entre ceniceros y algún libro posado. Llegaban a otro. Eran lazos. Algunos reforzando otros ya atados, algunos donde no había nada. Entre regalos intercambiados, entre un platillo de altramuces y otro de olivas. Lazos amistosos, lazos fraternos. A lo largo de la cita irían apretándose, ni mucho ni poco, hasta la justa trabazón. Lazos humanos, demasiado implicados en los adentros del ser, demasiado sutiles, inasequibles por siempre para las fraguas convulsas de Silicon Valley.
Un último lazo en anudarse fue especial por inesperado. Al dar por concluida esa primera fase de la tarde nos levantamos y, tras una breve deliberación, se decidió continuar por la calle que quedaba a mis espaldas. Al volverme -¡sorpresa!- de pronto vi cómo entre otros alumnos que hacían lo mismo y, alumna esta vez ella, respaldada contra el pedestal de Montañés, la misma Keiko Kawabe dibujaba (tal vez un músico ambulante, tal vez la iglesia) a mano alzada.
Luis Carril García (*) Nota del editor: más información sobre la historia del popular NO8DO de Sevilla aquí.
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