XXII. Los acantilados
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Al agua le dolían las pisadas de fugaces gaviotas ahuyentadas por el tiempo. Volvían barcas lejanas a dormir junto al atardecer desnudando la palabra que bendice la mañana.
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Las peñas salpicadas por las olas estallaban con el quejido de la marea y su grito se desvanecía con la niebla constante que pueblan los acantilados. Aves blancas y aves negras girando en perfecta armonía volaban hacia el destierro como esa extensa imagen que congrega la luz y la sombra.
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Ahí nacieron las voces fatigadas de los dioses, ahí durmió mi piel labrada por el sol como una mano que te oculta y te abraza.