XIII. El eco
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Un eco de polvo se escuchó en las altas cumbres, que moría con el atardecer y la pregunta no resuelta.
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Miraba el océano cada vez que pronunciaba tu nombre y el misterio fugaz repicando hacia el silencio. La brisa de la orilla envolvía mi corazón roto, agujereado, pensativo, y era la palabra sin respuesta, la única verdad que al sentirla se desvanece. El eco de polvo volvía sobre mí durante las madrugadas: un viento enfermo que no te deja respirar, como un pájaro muerto que al abandonarse te despierta.
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Entonces se detuvo una voz resonando bajo esa luz descascarada destellando por toda la ensenada.