III. Camino hacia La Tiza
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Después de un largo trecho llegamos a La Tiza, luego de andar por interminables dunas y sombras bajo nuestros pies. Otros arribaron por mar sorteando un fuerte oleaje: el abismo agitado contra ruidosos remos de frágiles barcas. Éramos todos los que éramos después de llegar triunfantes al desconocido templo de arena y piedra.
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Al pie del Cerro Cortado sentimos el imponente desfiladero de un rostro impenetrable. En la cumbre reposaba la niebla o el perfil de un cóndor desteñido por la luz.
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Guiados por Angélica, iniciamos el ascenso a las altas cumbres de ese inmenso cementerio que extiende el litoral, donde duermen nuestros ancestros entre calaveras, telares, sandalias, vasos de arcilla y aros de metal carcomidos por el tiempo. Dedicábamos horas enteras a buscar prendas insospechadas sepultadas por la muerte. Después, regresábamos rendidos de tanta caminata a nuestra morada, mostrando los trofeos que recelosos colgábamos en un altar.
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La osamenta de "Teodolinda" aún habita en algún lugar secreto de nuestra casa y sigue siendo nuestra alma protectora. Los pasos que se escuchan al amanecer son el aura de descascaradas ojotas, que a muchos nos despiertan o tranquilamente nos dejan reposar, sabiendo que las sombras de los antiguos habitantes son reliquias que aún poseemos, mientras ellos protegen nuestra desconsolada calma.