Ocurrió en el Parque Vigeland, Oslo, una tarde de agosto. Paseábamos disfrutando de las obras del escultor que da nombre al recinto. Entre fuentes y avenidas ajardinadas, nos rodeaban tallas de bronce y granito representando a escala real humanos y sus emociones. Enamorados, pensativos, iracundos, desesperados... Dicen que hay más de 200 en todo el parque. Temerosos, sonrientes, doloridos... Todas las figuras están desnudas. La estrella parece ser un niño enrabietado. Y dicen también que su autor dedicó prácticamente por entero su carrera a las estatuas de este parque. Éste hecho no me fascina menos que las estatuas en sí, ¡dedicar toda la vida a representar a tus congéneres de semejante modo, tan exhaustivo! ¿Por qué lo haría? ¿Se arrepentiría en algún momento, digamos mientras hacía la estatua 126?
Gustav Vigeland murió en 1943, y nosotros, sus congéneres -una parte al menos de ellos-, los que le sucedimos, paseábamos o yacíamos tumbados en el césped ese atardecer entre sus obras. Supongo que se deberá a la mecánica que rige a este geoide como a todo cuerpo celeste, pero en las tardes de verano en Noruega el atardecer empieza temprano y luego tarda mucho en llegar la noche. Y así era aquella tarde. El parque estaba lleno de gente tranquila y feliz acumulando en sus pieles la calidez de un sol que supongo será allí un extraño invitado.
Los pasos calmos de dos de esas personas coincidieron con los nuestros unos momentos. Eran dos mujeres, pero no escandinavas: de tez muy morena. Sus vestidos eran coloridos y como vaporosos. Y luego comprobé que en sus frentes lucía el circulito de color que los hindúes llaman tilak. Una era una muchacha y, abrazada a ella, caminaba la otra, una mujer madura. De pronto se detuvieron frente a un mazo florido y allí quedaron, y nosotros las superamos y las dejamos atrás. Yo seguí caminando de lado unos pasos, para poder seguir viéndolas un poco más, sin saber por qué, cautivado por ellas. Haciéndolo me iba invadiendo una súbita sensación de paz y plenitud. Me asaltó la insensata idea de que esas mujeres me estaban dando una clave de lo absoluto, la revelación del secreto del mundo, el funcionamiento de aquel sistema de ejes entrelazados que giraba en perfecto engranaje, desde el círculo polar hasta el círculo en las frentes de dos mujeres, hilvanándonos al geoide, a los humanos que lo poblamos y al artista que lo contempla todo emocionado y deja constancia de ello. Y no podía ni puedo entenderlo. Y me alegraba y me alegra igual.
joven encinta,
admirando una flor junto a su madre Luis Carril García
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