Haiku nº 7. Autor: Kôroku
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Estamos ante un clásico motivo de haiku. Algo ocurre; no es "impresionante" ni "extraordinario", tampoco es algo que nos obligue a un alarde de exquisitez en nuestra capacidad de percepción. Es algo cotidiano; tiene la falta de pretensión de lo que ocurre a diario, la normalidad con la que el sol sale cada mañana. Un movimiento de un ciervo, que al levantarse de la hierba se sacude el rocío, nos exige un haiku.
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Pero vayamos más allá, porque en este caso el haiku lo permite. Los elementos rocío-hierba-ciervo están muy bien conectados, porque el rocío nos lleva automáticamente a la hierba y la hierba sin dificultad nos hace pensar en alguna clase de herbívoro, por ejemplo un ciervo. Ahora rocío-hierba-ciervo ya no son tres, son una sola unidad. Así que el ciervo acaba vinculado al rocío, unidos en una misma realidad el frío y la carne; y ahí sí se nos está obligando a asumir una pequeña violencia de lo natural que es capaz de aunar a la fuerza elementos distintos... Pero es entonces cuando viene el "momento haiku", porque el ciervo ¿qué hace? Hace lo que tenía que hacer: se sacude de encima el rocío. Y podía haber dicho, si este ciervo hablara: "el rocío, para los poetas", porque este ciervo es de verdad, y el frío de este haiku es de verdad, y la hierba es de verdad. Mientras estuvo dormido nos permitió verlo unificado con la hierba y su rocío; pero asistimos a su despertar, a su librarse de la quietud, desencadenándose de ser parte inindividuada de un todo. El gesto del ciervo de levantarse y desembarazarse del rocío es su vindicación de su realidad y de su individualidad. Lo real nos asombra y el individuo nos asombra.