XIII. Balizas Hoy ha sido un día muy largo. El trabajo no ha discurrido en el campo sino en la oficina. Una revisión de unas reclamaciones por parte de expropiados. En Galicia eso significa tener que deshacer un lío monumental. Como siempre tiene que estar listo para ayer. En el campo a veces el horario lo marcan las horas de luz solar. En la oficina los relojes. Con la edad uno va valorando eso de pasearse ya a las 18:31 por la calle, de vuelta a casa, haciendo tal vez una parada en la heladería, y todo ello con un aspecto razonablemente aseado.
Oscurece. Cómo se han acortado los días (aunque al principio digo que éste ha sido muy largo). Todos los años sucede lo mismo y todos los años no deja de sorprendernos lo mismo a todos. "¡Cómo se han acortado / alargado los días!", comentamos año tras año. Los fluorescentes, que a media tarde pasaban un poco desapercibidos, han ido ganando protagonismo según toma el mando el crepúsculo. Tiñen de una luz mate el departamento de Topografía; también los ordenadores, el mobiliario, el moderno plotter, los instrumentos de medición, las llanuras de planos, las murallas de archivos en papel ya de por sí descoloridos por humedad y polvo, las docenas de hojas sucias en las que alguien anotó una cifra o hizo un croquis para explicarse.
Acabo esta finca, apago el ordenador y me voy, mañana será otro día. Levanto la vista. La oficina, que en horario laboral acoge a menudo a 60 ó 70 personas, está vacía, o parece estarlo. El ajetreo humano reinante hace unas horas ha dejado paso a la existencia inerte de los objetos; el barullo de teléfonos, voces y teclados, a un silencio interrumpido apenas por el ruido de la corriente eléctrica, que pasa. Que corto.
Me levanto. Me cruje la espalda. Demasiado tiempo sentado. Recojo cartera y chaqueta y enfilo mis pasos hacia la puerta. Para llegar a ella atravieso un pasillo enmoquetado. A la izquierda hay una sala de reuniones. Algo he visto por el rabillo del ojo en ella, algo que ha llamado mi atención: unas fotos. Enciendo la luz de esa sala de reuniones. Están colgadas en sus paredes. Fotos tipo orlas universitarias, pero de empleados. En su cabecera, como en algunas orlas, también pone el año en el que fueron sacadas. Me brota una sonrisa. Aparco por un instante mis ansias de libertad y recorro lentamente la sala, viendo las fotos. La gente retratada en ellas siempre sonríe: las fotos se sacan en la cena anual de la empresa, por lo que la actitud del fotografiado es, para entendernos, parecida a la de un invitado de boda. Ahí los tienes. A este, a ese, a aquella, a la otra... A algunos no he llegado a conocerlos. A otros sí, y con unos pocos me une un vínculo más estrecho que el meramente laboral: son amigos. A otros los conozco de vista. Algunos siguen, después de décadas, en la empresa. Otros ya no están en ella. Otros... sencillamente ya no están. Cuando doy con un caso de estos últimos me detengo un poco más, termino por suspirar, decido apagar la luz e irme.
Salir el último.
Al gritar "¿queda alguien?", mi voz... ¡qué extraña! Contemplar viejas fotos, pasear por tu antigua calle y no encontrar ya la mercería, comprobar en la contraportada de un disco que marcó tu vida que fue editado hace veintiún años. Sí, tu vida ya tiene marcas de veintiún años. Marcas, hitos, balizas que, mientras las corrientes del tiempo nos arrastran, permanecen inmóviles, y por eso mismo se nos alejan, ensanchando esa distancia a la que por llamar de algún modo llamamos nostalgia.
Luis Carril García
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