VI. Historia de un árbol
Como ya he escrito antes aquí por alguna parte, el haberle prestado más bien poca atención a la Naturaleza durante la primera parte de mi vida ha hecho que, desde que soy ya mayorcito, la ame con la devoción del que se siente en deuda con lo amado, con la urgencia del que quiere recuperar el tiempo perdido. Los bosques son parte fundamental de la Naturaleza en estas latitudes, son cómo es el mundo por aquí. Desde que los frecuento, desde que distingo las especies autóctonas, la masa verde que antes era para mí el monte se ha deshecho para transformarse en seres agrupados o aun individuales que me acompañan durante mis escapadas silvestres, y que hacen que aún yendo solo no me sienta jamás solo. ¿Cómo no amar a los árboles?
De entre todos los árboles tengo, no obstante mi amor general, uno favorito. No, no quiero decir una especie, quiero decir un ejemplar en concreto. Creo que cada persona debería tener un árbol favorito. ¿Vosotros tenéis uno? ¿No? ¿Y a qué esperáis?
El mío es un arce, un arce común, Acer campestre L. en latín, pradairo en algunos sitios de Galicia. Está situado en un lugar de la autopista en donde la mediana es lo suficientemente ancha como para dar cabida a un árbol. Allí está el arce. Cojo esa autopista casi a diario. Desde el principio llamó mi atención un árbol en medio de los setos de la mediana en mitad de una carretera que recorre media Galicia. Allí, un árbol. El primer otoño del arce del que fui consciente, como podéis suponer, me fascinó. ¡Imaginad! Aquel ser rojo intenso rodeado del verde de los setos rodeados del gris del asfalto rodeado del verde de los taludes. ¡Impactante! Alucinante. Onírico.
El verano de 2006, el de los incendios, la mediana ardió. Media Galicia ardió. A medida que me acercaba al punto kilométrico 11.5 de la AP-9 el corazón se me iba encogiendo: “¡El arce, canallas, el arce!”. Reduje un poco la marcha del vehículo para comprobar aliviado que el arce únicamente había medio ardido. El seto, seco por la falta de lluvias, ardió rápido; reducido ahora a ceniza, se había consumido antes de que las llamas prendieran a nuestro amigo por completo. La mitad inferior del árbol se quemó, la mitad superior se había salvado.
fugaz incendio
un arce medio verde
medio quemado
Pero mis contracciones coronarias tardaron en mitigarse. En las semanas siguientes al incendio, cada vez que pasaba por el PK 11.5, trataba de escudriñar, en los breves segundos que me permitía la velocidad, el estado del arce. ¿Se recuperaría o las llamas lo habrían afectado decisivamente? No era fácil apreciar esto, pues al trágico verano lo sucedió el otoño, y nuestro amigo desnudó su dañada copa de hojas. Sabedor del obligado letargo estacional, las observaciones de este carácter se suspendieron durante los meses de invierno, pero seguí prestándole ese cotidiano instante de atención, claro. Y el tener presente al arce, echarle ese breve vistazo a diario, conocer su pequeña y cruda historia, hizo que poco a poco fraguase en mí una especie de compasión por tal bello ser. Un vínculo emotivo del animal para con el vegetal, eso es. Un día reparé en que lo animaba, cada día, mascullando entre dientes: "¡vamos, no te rindas!" Mi corazón dio cobijo a una esperanza sincera y profunda, a una ilusión tensa que en primavera, para mi sosiego y mi alegría -y ya para la vuestra, confío-, pudo verse finalmente cumplida:
ver en abril
al arce que ardió en julio
reverdecer
Luis Carril García