IV. Haikús da Costa da Morte A menudo la línea divisoria entre la intuición y los prejuicios se me aparece difusa. Ambos acuden al auxilio de nuestra limitada y falible capacidad de juicio, ambos prescinden del razonamiento y ambos arrojan cierta luz instantánea. Pero lo cierto es que recurrir a la una, a esa considerada por algunos como erudición sublimada, ejercitarla, es deseable; mientras que recurrir a los otros, anticipados, tercos, desfavorables, es todo lo contrario, y tanto tiene, sí, algo de útil como mucho de detestable.
No sé, pues, si fueron los prejuicios o fue mi intuición lo que encendió una lucecita de alarma cuando hace unos días leí en un periódico local un artículo que trataba sobre la publicación de un libro titulado Haikús da Costa da Morte. Me pareció raro que, siendo yo aficionado al cultivo de tan venerable género, no conociese a dos autores que del mismo modo se dedicasen a ello y en mi zona, Galicia. Por lo que seguí leyendo, pero ya en mi mente, casi involuntariamente, apareció precedido el título de la obra con un Presuntos..., por si acaso. Leí y me fui enterando de que los presuntos haikus pertenecían a un poemario mayor, obra del escritor Alfonso Armada, y que serían publicados en una edición exclusiva y reducida a 30 ejemplares, en los que se incluirían dibujos del otro autor, Antón Patiño.
Y la verdad es que el artículo acababa aquí, sin mostrar ningún ejemplo de los presuntos haikus, por lo que a mí me quedó durante una semana la sirena ua-ua-ua sin parar y los destellos rojos fus-fus-fus. Pero al fin, ya digo, como una semana más tarde, pude leer en el suplemento cultural de El País, al menos cinco de los Haikús da Costa da Morte. No sé si incurriré en alguna falta o algún delito contra el copirrai o los derechos de autor, pero me da absolutamente igual. Como haikus no merecen esa consideración, así que helos aquí:
Las garzas grises tejen el río
Huyen cuando voy No persigo sus huellas
El mar va a seguir bramando toda la noche
Le da lo mismo si duermes o velas Sólo se callará cuando olvides despertar
Llueve en las playas de inútil hermosura
Piedras, conchas que nadie coge Caligrafía de las algas Cabellera de un Cristo sin propósito
La bruma cubre costa y maíz
Abres los ojos a las constelaciones de la fiebre y perforan los faros con un berbiquí de luz: S.O.S, rompiente del deseo
Tintes noche china
La luna se baña las nalgas cuando nadie mira Naufraga quien se pierde Gustar, gustar... no me gustan, pero no me siento capaz de decir que estos poemas son buenos o malos poemas. Lo que sí sé es que no son haikus. No me da la gana de exponer aquí los porqués; cualquier aficionado podría decir cinco o diez razones de verdadero peso que argumentasen esto. Y no me refiero a que sean unos haikus tan malos que prácticamente se pueda decir que casi no son haikus, por esta razón y esta y esta otra... No. Me refiero a que se cojan por donde se cojan, estos poemas no tienen ni un solo asidero por el que en efecto cogerlos y decir de ellos que son haikus. Llamarles así es tan absurdo como llamarles romances, sonetos, seguidillas, patucos, meteoritos, planes de pensiones, tortellini, búfalos.
Me alegro mucho de haber escrito este artículo pasado un tiempo después de este hallazgo. La perspectiva y el sobrevenido sosiego me permiten ser más ecuánime y mesurado en mis palabras. Soy haijin. Así es como en Japón se denomina a quien se ha adentrado por los caminos del haiku. O trato de serlo. Porque en este tratar de serlo radica la clave. Por motivos que no viene al caso enumerar, he encontrado en el haiku un modo de expresarme... yo diría que hecho a mi medida. Yo lo siento así. De él he obtenido nuevas sensibilidades, nuevos grados de precisión a la hora de expresarme, nuevas perspectivas desde las que ubicarse en la realidad, la comida me sabe mejor, los paseos me resultan más provechosos, presto más atención a lo que me dicen, me he comprado un libro de aves y ahora me preocupo por saber la temporada de las cosechas. He practicado haiku en todos sus frentes, muy pocas veces con acierto; he encontrado en la red de redes una comunidad de auténticos amantes del haiku, entre los que me siento como en familia a pesar de no conocer personalmente a la mayoría; he leído con detenimiento ensayos de expertos españoles que hoy se consideran clásicos. Sí, por ejemplo El haiku japonés. Historia y traducción, publicado por primera vez en 1972, del profesor Fernando Rodríguez-Izquierdo (a quien por cierto el gobierno japonés acaba de distinguir con la Orden del Sol Naciente), es considerado ya un estudio clásico filológico-literario.
Yo sólo soy, ya lo he dicho, un aficionado. A mí me puede disgustar más o menos todo este suceso y ¡bah! no tendría mayor importancia. Pero, tratándose de un poeta y de un pintor, de dos creadores, de dos personas que por fuerza han de emplear a menudo la imaginación... ¿tan difícil resulta imaginar la cara que pondrá el venerable profesor Rodríguez-Izquierdo, las caras de aquellos que han emprendido el estudio del kanji para profundizar en el aprendizaje del haiku, las caras de aquellos que han viajado a Japón a visitar a maestros actuales o la choza de Bashô, las caras de aquellos que robándole horas a su tiempo libre organizan concursos, certámenes, páginas web relacionados con el haiku; las caras de todos los que amamos de veras estos poemillas y los practicamos con la debida reverencia?
Continúo. Tras unas cuantas relecturas de los poemas arriba reproducidos cabe la pregunta ¿por qué esos poemas han sido titulados Haikús da... y no Poemas breves da...? No lo sé a ciencia cierta, pero tengo una hipótesis, que me aventuro a exponer después de reflexionar y después de asegurarme de los señores Armada y Patiño no quedan en un lugar especialmente malo. No, no lo hacen, porque su conducta no es aislada, sino más bien habitual en los tiempos que corren. Son arrastrados por poderosas corrientes.
Ente los desconocidos desde siempre ha existido una sensación dual de atracción y miedo simultáneos. Normalmente, cuando uno crece, la otra decrece, y viceversa. Entre Oriente y Occidente ocurre así. Hoy no se teme al Lejano Oriente; por el contrario, resulta atractivo. La aproximación es deseada con las bien fundadas esperanzas de que nuestros conocimientos se complementen, y en el suyo encontremos respuestas a problemas endémicos en nuestras modernas sociedades occidentales, tales como estrés, depresiones, bla, bla, bla. El problema surge cuando esta aproximación es superficial. Los resultados pueden llevarnos al lugar opuesto al que deseábamos.
Me estoy complicando.
En pocas palabras, estoy hablando de las dietas zen, del bushido para ejecutivos, del feng shui más conveniente para tu despacho, y de las rondas eliminatorias en los campeonatos de Europa de yoga-pilates-tai chi chuán. Estas estupideces, feliz e improbablemente, tal vez puedan incitar a un pequeñísimo porcentaje de incautos caídos en sus garras a revelarse, zafarse de fraudulentas ataduras y afrontar el trabajo de profundizar con seriedad en tal o cual aspecto de la cultura oriental. Aparte de esto, no sirven absolutamente para nada. Bueno. En el caso que nos ocupa, uno quiere forzarse a la esperanza de que alguno de los 30 destinatarios de estos Haikús da Costa da Morte sean picados por la curiosidad, y den unos pasitos más. Al fin y al cabo algunos de los muchos lectores que tiene Benedetti se iniciaron en el mundo del haiku con el infame Rincón de Haikus. Ahora, ¿por qué no habría de pasar lo mismo?
No tengo motivos para dudar de que los itinerarios que han seguido las carreras artísticas de Alfonso Armada y Antón Patiño hayan sido (hasta ahora) impecables, y de que lo sigan siendo por muchos años y en muchas ocasiones, pero este paso no ha sido dado en la dirección correcta. Las puertas del haiku están abiertas a todo el mundo, lo que pasa es que hay que ir a buscar las llaves, y esto lleva algo de tiempo y algo de esfuerzo.
Para acabar, decir que cuando comenté el caso con mis amistades, alguna voz se alzó, con todo cariño, como alzan contra mí sus voces mis amigos, recomendándome que estuviese alerta pues me acechaban los peligros del purismo. Hoy venía cavilando en el coche sobre estos particulares, cuando llegué a mi barrio y comencé a buscar dónde aparcar. No daba encontrado un sitio y seguí buscando todavía un rato hasta encontrarlo. Fue en una cuesta arriba. No soy en dechado de destreza al volante, así que me costó varias maniobras el llevar a cabo el aparcamiento. Me pregunto qué cara pondría otro conductor o el correspondiente representante de la ley si yo optase en ese momento por aparcar en doble fila y de inmediato les hiciese saber que, por mi santa inspiración, acababa de serme revelado por Santa María de los Parquímetros que desde ese momento, mi aparcamiento en doble fila dejaba de ser una infracción y pasaba en cambio a ser un aparcamiento innovador, original y creativo, nada que ver con el latoso y purista acto de buscar y buscar una plaza calle tras calle. El caso que nos ocupa presenta un agravante más. Su aparcamiento -no un simple alejamiento del bordillo, ni una típica "doble fila", sino todo un autobús atravesado en la calzada- puede ser entendido por sus 30 pasajeros como un ejemplo.
No se trata de purismo, se trata de ontología. Y de respeto.
Luis Carril García
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