II. Josefina y el placer de la mera existencia Como muchos otros de mi generación, mi emancipación fue gradual. Antes de irme a vivir a la manera convencional del adulto aburrido, compartí piso durante una salvaje temporadilla con otros tres secuaces. El piso era en verdad una ganga, bien situado en la zona vieja de la ciudad, razonablemente barato y francamente habitable. Josefina era nuestra casera. Vivía con su marido Manolo (juntos merecen ya una novela), los dos octogenarios, en el mismo edificio. Maestra retirada, impecable en el vestir, aun cuando fuese en zapatillas, y de comunión diaria. Era una señora tradicional, una superviviente de otra época. Nosotros, pues ya os podéis imaginar: veinteañeros, ruidosos y pretendiendo que lo que estábamos pagando era una guarida en vez de una casa decente. Que lo era. La decencia manaba en nuestra casa principalmente del hecho de que uno de los cuatro... ¡era chica!
Nada de esto fue nunca motivo de reproche, censura, ni tan siquiera un mal gesto o un mal comentario de nuestra casera a la antigua usanza. Todo lo contrario. Con su andar vivaracho y una eterna sonrisa -que le empequeñecía los ojillos y le hacía parecer un ratoncito- ella se ocupaba decididamente del bienestar de sus inquilinos y a la vez asistía a nuestra extraña cotidianeidad como quien se sabe desfasado, respetuosa con las costumbres de una época que ya no pretendía entender, que había dejado de ser la suya.
Josefina no nos entendía, no nos entendía en absoluto, estoy convencido, pero nos daba día a día una magistral lección de comprensión y tolerancia muy aprovechable en los tiempos que corren. Cada vez que nos cruzábamos con ella en las escaleras, invariablemente, a veces incluso a diario, nos preguntaba por nuestra salud y nuestros trabajos, porque ella lo que quería era que "fuésemos felices".
A nosotros nos hacía gracia, los dos nos hacían mucha gracia. Pero nos gustaban. Porque nos sentíamos beneficiarios de una tácita adopción; los venerables ancianitos actuaban como abuelos de los jóvenes revoltosos.
En una de estas ocasiones en la escalera, ella subía fatigosamente y yo bajaba con prisas, como es normal cuando se es joven. Yo siempre procuraba detenerme un rato y mantener la usual conversación cortés y un poco insustancial de estos casos, que siempre empieza con un "qué tal, cómo estamos", etc. Y efectivamente solté mi "qué tal, cómo estamos". Pero no esperaba su asombrosa respuesta, que a menudo recuerdo como si hubiese sido ayer:
- Pues si me preguntas qué tal estoy -me respondió recuperando el aliento en el descansillo- he de decirte que bien, disfrutando del placer de la mera existencia.
Como podéis imaginar me quedé a cuadros. Ni qué decir tiene que en el resto de la conversación yo no estuve -no podía estar- a la altura de tamaña declaración. Con toda humildad y con su perenne sonrisa me siguió explicando que se había apropiado de tan alta y recomendable convicción tras unas conversaciones con un hijo suyo, médico, a quien yo no conozco personalmente pero imagino como todo un gran ilustrado.
Lo conté en casa. Todos nos reímos, claro. Pero desde entonces, creo que para cualquiera de nosotros, Josefina adquirió una dimensión nueva, más profunda, de mayor calado que la que hasta entonces le suponíamos a nuestra casera-abuelita.
Hace ya unos años que no vivo en aquella casa, pero algunos de mis amigos siguen allí. El otro día me hicieron saber que Josefina había muerto. Pocas veces como esta vez, una sonrisa se habrá merecido que se diga de ella que es eterna.
Espero que disculpéis los malos tercetos que esbozo en su honor y que desde luego no le hacen la debida justicia a tan entrañable ser.
mi antigua casa -
parece otro el viudo de la casera
qué lozanía
aún en las macetas de la difunta Luis Carril García
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