XII. Jardín botánico
Hoy he ido al Jardín Botánico. Mi antigua escuela donde aprendí el silencio. El silencio expectante que permite a lo sentidos trabajar a plenitud.
Bajo el sol caliente fui recibido por las palmas: corozo, palma triangular, guano, guanito, palma cana, palma real, manacla colorada... A poco de andar vas sintiendo el aire imantado, la vitalidad, la armonía. Piensa que es un lugar donde los árboles se sienten queridos, protegidos, admirados.
Donde hay un gran laurel doblé a la derecha. Había una algarabía de pájaros. Me introduje en un bosquecito de araucarias y sentí el impacto de la sombra y la humedad del suelo. Adelante estaba mi destino: una gran arboleda de bambúes. La catedral, la llamamos.
Entre los bambúes agrupados aquí y allá, generaciones de hojas secas hacen un piso dorado y mullido que conserva las suaves ondulaciones del terreno. La sombra juega con los escasos rayos de luz que se filtran por la bóveda vegetal. No podía faltar, en un extremo, un canal de mampostería, ahora seco, que conduce las aguas de lluvia a un bajío cercano.
Uno que otro pájaro cruza. La brisa se siente, alta. En la catedral, sentado en el piso de hojas con los ojos cerrados, una hora da lo mismo que un minuto.
Nada dijeron
hasta que sopló el viento
los bambúes.
Rafael García Bidó