VI. Viaje al corazón del crepúsculo
Todos los días acontece el crepúsculo. Unos momentos de indecisión entre la luz y la sombra. Un universo de tonalidades en el cielo, unas avecillas que presurosas se recogen en sus nidos, la brisa que se hace fresca, los empleados que salen a la calle en multitud, después de rendir su jornada de trabajo.
El crepúsculo de la tarde es como el otoño del año. El sol se dora como las hojas y luego, maduro, cae por el oeste, mientras una tenue melancolía llena los ámbitos. El crepúsculo sucede todos los días. Sobre las ciudades y los campos, en el mar y las montañas, en el desierto y en el bosque, en la tierra y en el cielo. Los animales y las plantas participan activamente del cambio de energías que se opera, no así la mayoría de las personas, ocupadas en sus asuntos.
Durante años he viajado al corazón del crepúsculo. San Pedro de Macorís, la ciudad de mi pubertad y adolescencia, es llamada la ciudad de los bellos atardeceres.
Durante días y días he regresado a casa con la conciencia de la hora mística que transcurre mientras el sol mengua sus enconos. Y muchas veces he vuelto a salir, acompañado de Lara, la perra, rumbo a las arboledas y a los potreros, a llenarme del suave sentimiento del día que se acaba, de la luz que se marcha tiñendo las nubes y dorando el espacio, compartiendo la hora del regreso con las garzas, con el ganado tranquilo que es arreado a sus establos, y las últimas aves, y los caballos impasibles, y el enjambre de mosquitos que como vanguardia de las sombras nos obliga al retorno.
Esos instantes, de acogedora temperatura, son de quietud y de un dulce silencio que mueve a la comunión y a la simpatía con todo lo que existe.
Más tarde, cuando brilla la luna, el mundo es otra cosa.
Luz del ocaso.
De un resplandor dorado
llenando el aire.
Volviendo a casa.
El olor de la cena
de los vecinos.
Rafael García Bidó