II. Garzas al atardecer
A orillas del río Isabela hay un lugar magnífico donde, en los atardeceres, a la sombra del bosque, es posible ver pasar miles de garzas en ruta a su refugio nocturno.
No siempre la trayectoria de las garzas es la misma. Pero en determinados períodos del año, siguiendo una lógica que aún no logro descifrar, las garzas vuelan, en el punto donde las observo, siguiendo el curso del río; muchas veces, a ras del agua. Es decir, pasan justo a la altura de mis ojos y a unos pocos metros de distancia.
Ver pasar a las garzas bandada tras bandada es como ver pasar ejércitos de paz y de alada blancura, en armónicas y cambiantes formaciones que descifran en el aire la belleza y el secreto de la geometría que rige el crecimiento y la forma de todos los seres vivos.
Y allí el resplandor dorado del sol postrero, el silencio de la arboleda, el río quieto y la percepción sensorial que se dilata.
He aquí que en determinado momento empiezo a captar (más que sonido es como un presentimiento) el ruido del aire al rozar con las alas. No es el batir de alas de las palomas, que bien conozco, o el de las golondrinas de Becquer; es un susurro mínimo, sonido que más que oírse se adivina o se escucha con todo el cuerpo, con todos los sentidos que se han trasladado a la región del aire que por fracciones de segundo toca el ala en movimiento.
La experiencia, fulgurante, duró lo que tardó la numerosa bandada en pasar delante de mi vista. Ya las otras bandadas pasaron en silencio, yo nuevamente sentado en mi palco de sombra.
El silencio del atardecer, el silencio de la luz y del asombro.
El agua limpia
de la orilla al compás
de la otra orilla.
La primavera:
un pequeño arcoiris
bajo la luna.
Rafael García Bidó