VI. El adiós de un olmo
Os contaré algo curioso.
Suelo escribir a menudo jaiku de árboles: prunos, olmos, plátanos, acacias, chopos, sauces llorones, abetos... Me relaja su presencia en mis paseos. Tengo un lazo afectivo con ellos, cada día más hondo.
Pues bien, una noche de verano salí de casa a bajar la basura. La luna estaba creciente y corría una ligera brisa. Se respiraba a gusto en la calle. Paseé un rato. Luego me paré en una esquina. Me gustaba lo que se veía desde allí: un olmo cuyas hojas estaban iluminadas por una farola, un bar de barrio, la estación de trenes... Volví mis ojos hacia el árbol. Era agradable mirar sus hojas y la luz de la farola detrás de ellas. También era amable la presencia de ese bar de barrio, un mesón con solera en la ciudad. Y la estación de tren, tras la cual ya se veía el campo.
Algo ocurrió entonces, provocado por la combinación de esas tres cosas: olmo, bar y estación. Sentí como si el olmo hubiese sido testigo de sucesos relacionados con el mesón y la estación, y quisiese contármelos. Me relajé y el árbol comenzó a hablarme de mi familia materna, mis abuelos, mi madre, mis tíos y primos, y de su venida a la ciudad. Cómo algunos de ellos habían tenido que dejar las aldeas y los pueblos donde vivían para venir en busca de trabajo y nuevos horizontes (estación). Sentí muy vivamente el desgarrón que esta marcha les produjo: personas sencillas, inocentes, viéndose obligadas a abandonar un lugar donde eran felices, donde habían crecido y tenían su familia y amigos. Experimenté su miedo mientras venían en el tren. Sus llantos (las primeras noches de niños en casas que no eran la suya). Y noté que esa tristeza primera iba transformándose paulatinamente en confianza y alegría, al ser recibidos y aceptados por personas sencillas como ellos (mesón), algunos de los cuales también se habían visto obligados a dejar sus pueblos. Mi corazón se llenó del cariño de esa gente y el agradecimiento de mi familia hacia ellos. Esto duró quizá veinte o treinta minutos. Todo me lo contaba el olmo sin palabras. Todo penetraba en mi alma (o salía de ella). Miedo, lágrimas, cariño, gratitud. El olmo había sido testigo de todo esto y quería revelármelo, precisamente esa noche.
Cuando las sensaciones se amortiguaron, subí a mi casa, lleno de dicha y agradecimiento. Guardé en secreto todo, con mimo, hasta que llegase un momento apropiado para contarlo (sabía que llegaría, que alguna vez lo diría o escribiría).
Al día siguiente, cuando salí de casa para trabajar , me dirigí hacia el olmo. Y cuál no sería mi sorpresa cuando vi que lo habían cortado. Ya no quedaba nada, salvo un tocón. Me acerqué al trozo de madera y (cuando no había nadie cerca) lo besé, dándole en silencio las gracias por ese regalo de despedida.
Y me vino a la mente un jaiku del limeño Daniel Peña, que leí hace tiempo en El Rincón:
Ya no hay distancia
entre esta morera
y mi corazón
Amigo Daniel, te copio un poco, si me permites (también lo hicieron en su momento Shiki y compañía):
noche tranquila
qué bien conoce el olmo
mi corazón
Frutos Soriano