I. El viaje

Son las doce de la mañana, mediodía perfecto en la llanura. El viajero, con su zurrón al hombro, recibe los rayos del sol en su rostro y los disfruta. El cálido tacto que nota sobre su cara y sus manos le reafirma en la palpable sensación de estar vivo. La mágica precisión de este instante lo llena por completo. Su mente, de forma casi automática, vuela a unos versos que aprendió de pequeño:
Dije: Todo ya pleno.
¡Las doce en el reloj! (1)
Hace apenas dos días que ha bajado del monte Shirane y aún no se ha recuperado del cansancio de un viaje de sólo unos meses, aunque para él es como si hubiera estado peregrinando toda la vida. Ésa es la sensación que le embarga ahora. Está a punto de terminar el cuarto de sus viajes por el paisaje, a la búsqueda de no se sabe bien qué. Una corriente vaga e imprecisa mana de su cerebro y se expande por sus músculos, aportándoles una lasitud en cierta manera agradable.
Mientras tanto, a ritmo fotográfico, van desfilando por su mente algunas de las impresiones almacenadas en sus pupilas. Primero surgen en su memoria las imágenes más recientes. El puerto de Tsuruga, cerca de la ciudad de Ogapi, tan hermosos ambos a la luz suave del atardecer. Allí pasó tres días y de allí partió con desgana. Como concha y almeja... -susurra con una leve sonrisa.
Los cañaverales de Tamae, los miscantos balanceándose al ritmo del viento en la montaña, exactamente como el ejército de algún mikado, con sus plumeros de ceremonia... El acantilado llamado "Donde no hay padres ni hijos"... ¡Curioso nombre para una pared de piedra! Los nidos de pigargos sobre las rocas más altas, nidos de amores que las olas no alcanzan... La ensenada de Kisa, con el monte Chokai reflejándose en sus aguas. Y, por encima de todo –retrocedió en el tiempo-, la bahía de Matsushima.
Nada ha hallado jamás comparable a la bahía de Matsushima, que siempre parece que sonríe. Tan hermosa que, por la noche, parecen dormir en sus aguas la luna y el trébol. De repente recuerda la leyenda de la mujer que se suicidó lanzándose a las olas y desde entonces, cuando amanece, los reflejos del agua son los del espejo que llevaba en su pecho. No puede contener una lágrima recordando la belleza de aquel sitio, la curva de la costa como una herradura de arena, con las barcas varadas aquí y allá, según dice el poema:
Las barcas de dos en dos,
como sandalias del viento
puestas a secar al sol... (2)
Y las islas. Una parecía que se doblaba, en un curioso efecto óptico producto de la evaporación del agua sin duda. Otra se triplicaba, como un eco que se pudiese ver. Una tercera semejaba a un pájaro que acunase a su cría, por la proximidad de otra isla más pequeña. Con cuánta razón Sora, a la vista de aquello, había escrito:
Cuclillo, que la grulla
te dé sus plumas...
Pinos, anacoretas, las tres lenguas de la bahía, una posada de dos pisos con ventanas al mar. Por la noche, qué dulce sensación de ternura envolvente. Durmió abrazado a los haikai que le habían regalado unos amigos años atrás. Ese día no escribió nada. La belleza lo había dejado mudo...
Hojas de bambú como lecho y bambúes shinu como almohada... Recuerda una experiencia de hace tiempo, concretamente el ocho de junio, cuando subió al monte Gessán; Monte Lunar lo llamaban los naturales de la comarca. Fue pisando sobre el hielo y la nieve, atravesando las nieblas y las nubes, hasta la cumbre que se percibía inalcanzable. Luego, al descenso, la visita a los talleres de los forjadores de espadas. Sudor y nostalgia de otros tiempos más gloriosos. Y aquel único cerezo tardío, incapaz en medio de la nieve de olvidarse de la primavera. Junto a él le afloró la emoción de un antiguo poema del abad Gyosson:
Cerezo silvestre,
tengámonos pena
el uno al otro.
Y otro más reciente, escueto y de metáfora algo obvia, con una sencilla paradoja en su final:
¡Raro prodigio!
Las flores del almendro,
nieve en verano. (3)
Estos recuerdos reavivan en él una persistente sensación de cansancio. Éste llega a hacerse tan palpable que tiene que sentarse al pie de un castaño. Al instante revive los ratos que pasaba en el patio de su choza, al frescor de su platanero, hablando animadamente con sus amigos Onitsura y Shintoku... Mira hacia el camino. Sora se ha quedado rezagado recogiendo algunos manojos de trébol. Oye el trino de un ruiseñor cercano. Sin poderlo remediar acuden a su memoria unos versos que comenzaban:
Dije: ¡Todo ya pleno!
Un pájaro cantó. (4)
Se vacía de sí mismo por un instante y de nuevo vuelta a la consciencia. Se encontraba casi al final de su último viaje. Varias veces había recorrido las tierras hondas, disfrutando de su belleza y pasándola al papel en forma de breves poemas. Veloces dibujos verbales los llamaba. Ya era la hora del regreso desde el inmenso mundo a su mundo íntimo, a su choza, a su patio y su platanero. En estos años había tratado con las cuatro clases del pueblo. Había contemplado los diez famosos panoramas y las dos hermosas lagunas del monte Osaka. Había visitado las estatuas de los tres generales, los ataúdes de los tres caudillos y las imágenes de los tres budas. Había oído hablar, con el corazón encogido, de la dispersión de los siete tesoros, viendo bajo la nieve y la escarcha las columnas doradas y las puertas incrustadas de perlas. Incluso había sollozado ante la lápida de las lágrimas en el castillo de Shoji, enclavado en el punto más alto del monte Maruyama.
Poco, pues, queda ya por hacer. Hasta tenía escrito su epitafio, para el caso de que hubiese muerto en el camino:
De viaje enfermo,
mis sueños van vagando
por el erial.
Vejez y cansancio... En ese momento nota que Sora se acerca... Bogan sobre flores (5), piensa al oír los crujidos de los claveles silvestres quebrándose bajo los pies de su amigo... ¡Cuántos días y cuántas noches juntos! ¡Qué caudal de belleza compartida! ¡Cuántas miradas cómplices, fruto de la felicidad de tantos instantes vividos a lo largo y ancho del país!... Mientras se va anegando lentamente en el lago irisado del sueño aún tiene tiempo para recuperar en su memoria, de forma tan fugaz como nítida, un extraño verso que dice:
...maromas tan tristes. (6)
Y apoyado en el tronco del árbol, con la cabeza apenas inclinada hacia delante, se queda dormido.
Ignacio García García