VI. Abuelo
© Foto: Clara Soriano
Su aparente seriedad es, más bien, compostura, y cambia con naturalidad en una sonrisa. Tiene una calidad acogedora, táctil. Por eso sus nietos le abrazan y besan, le cogen la mano a menudo. Es el abuelo. Habla poco. Al fondo de su alma está el niño que perdió a su padre en la guerra y sufrió el estigma. El niño que, prematuramente, se vio obligado a disfrazarse de hombre en tiempos duros. Pero él ha transformado todo ese sufrimiento en una presencia benéfica. Da gusto estar con él. Llena la casa y se expande como un halo sedante de bondad. Todo cobra paz y calor a su lado. Hace poco, cuando recibía una sesión de reiki, le vino a la memoria una imagen nítida: un rinconcillo mullido para dormir que le preparaba, en un chozo, su abuelo, cuando lo llevaba a las labores del campo. Un "nido". Y lloró en silencio.
¡Es tanto lo que da en silencio! Cuando se marchan sus hijos y nietos, él y la abuela los saludan desde la ventana, todas las veces sin faltar una, así durante años, en un rito entrañable y divertido.
Ha sido un hombre fuerte que se ha hecho respetar por hombres fuertes, pero su sonrisa ahora es la de un niño y se le escapa por los ojos claros.
Aunque habla poco lo dice todo.
El niño ha salido del fondo de su alma y llena ahora la casa, se deja abrazar, hace bromas, dice chascarrillos, cancioncillas jocosas, un poema sobre un tal Pablo que se casó en Segovia ("tuerto, cojo y jorobado./Cómo sería la novia/que Pablo fue el engañado"). Se le ve tranquilo, muy tranquilo, tras tanto dolor, tras tanto trabajo duro que, milagrosamente, no han engendrado rencor u odio, sino sólo paz y presencia:
viene el abuelo
de jugar su partida
serenidad
Frutos Soriano