IV. Pozos

"¡Qué maravilla! ¡Puedo cortar leña y sacar agua del pozo!"
(un discípulo zen al alcanzar la iluminación)
Converso en mi despacho con Paco Pinar, estudiante de derecho, actor teatral y escritor. Amante de la lectura y gran conversador.
No sé por qué la conversación deriva hacia los pozos (sí, ya recuerdo, hemos empezado hablando de la experiencia de vivir en el desierto, cómo esa sequedad y escasez de vida te lleva a recogerte en ti mismo y, posteriormente, a valorar los oasis: un poco de frescor, calma, la sombra y el agua... los pozos).
Me habla Paco de un pozo que había en una casa de campo vecina a la de sus padres. Todo el subsuelo del patio era un aljibe de agua de lluvia con el pretil en el centro. Comentamos las sensaciones que produce sacar agua de uno de estos pozos: el contacto áspero con la cuerda de cáñamo, el ruido (a veces chirriante, pero no desagradable) de la polea, los destellos cegadores del sol en el cubo de zinc, la infantil sensación de vértigo si dejamos caer de pronto el cubo desde lo alto (el ruido al chocar contra la superficie, el cubo que cae de lado y va llenándose de agua cristalina cuyo peso lo ahonda poco a poco, la subida esforzada y plena). Festín de los sentidos, que acaban mezclándose sinestésicamente: olor húmedo, sonido fresco, oscuridad que retumba, paladeo claro...
El pozo del patio de los abuelos, escondido en un rincón en sombra, donde se saciaba tanto la sed como la curiosidad infantil del niño urbano cuajado de sueños y lecturas. El pozo del paisaje lunar en la Cresta del gallo, cerca de La Alberca (un nombre muy apropiado para la ocasión), con el cubo acuchillado de luz, que quemaba al tocarlo y luego se colmaba de frescura. La perra Ginna me seguía y, mientras yo sacaba cubos e iba llenando las garrafas, ella calmaba su sed en un bebedero que alguien había construido al lazo del pozo, pensando en los animales. Al terminar se sentaba y contemplaba con atención mis esfuerzos por no derramar ni una gota (la tierra parecía expectante). Gruesas gotas de sudor caían, levantando polvo. Y luego, de vuelta a la casa, con la carretilla ya cargada, mi amiga me escoltaba como si llevásemos un tesoro, ladrando a invisibles enemigos...
Gracias, Paco, por estas conversaciones tranquilas, "sanadoras" según tus palabras. Pero hay que seguir trabajando...
va por el techo
del despacho la araña:
¡cuánto ha crecido!
Frutos Soriano