I. Un ramo de flores silvestres
© Foto: Clara Soriano
Sábados y domingos por la mañana llevo a mis hijos a un cursillo de tenis, en un club polideportivo que se encuentra a las afueras de Albacete. Mientras reciben sus clases aprovecho para pasear, casi siempre por un campo de fútbol semiabandonado y un terreno con barbacoas que hay un poco más allá.
No esperaba encontrar hoy, en mi paseo habitual, este espectáculo: como ha llovido un poco en los últimos días, se ha desplegado en la zona de las barbacoas una pequeña selva de plantas multicolores: amapolas (reinas de la primavera en estas tierras) con sus pétalos rojos de papel viejo; malvas, de color elegante, algo melancólico; tamarillas bordes, de largos tallos terminados en pequeñas flores amarillas, como alegres muchachas de extrarradio...
Miro un poco más y descubro un grupo de flores de amarillo intensísimo, dispuestas en forma de coronas (tengo que mirar en mi librito de flores silvestres de la Universidad Popular, a ver cómo se llaman). Y muchas plantas aún más humildes, sin flor, que ojalá supiera nombrar, pues se lo merecen: son la alfombra por la que desfilan las estrellas más llamativas.
Pero hay más. En el campo de fútbol, donde parece que no debiera crecer nada, ha brotado un grupo de pajitos (flor parecida a la manzanilla) y alguna amapola solitaria, como un delantero centro esperando a que le llegue algún balón. También cuatro o cinco flores rastreras blancas llamadas corrigüelas, casi en el círculo central.
Me he acordado de los impresionistas franceses, especialmente de Monet, que pintaban paisajes semejantes.
Siempre he sentido una atracción especial por las flores silvestres. Su desordenada geometría, su fulgor repentino, su tiempo breve. Comparto esta afición con mi madre. Mañana es el Día de la Madre. Ya sé cuál será mi regalo.
Se acerca el final de los cursillos. Salgo de este paraíso y me dirijo a las instalaciones del club.
¡Por fin entró
en la pista de pádel
la mariposa!
Frutos Soriano