XIII. El eco
Un eco de polvo se escuchó en las altas cumbres, que moría con el atardecer y la pregunta no resuelta.
Miraba el océano cada vez que pronunciaba tu nombre y el misterio fugaz repicando hacia el silencio. La brisa de la orilla envolvía mi corazón roto, agujereado, pensativo, y era la palabra sin respuesta, la única verdad que al sentirla se desvanece. El eco de polvo volvía sobre mí durante las madrugadas: un viento enfermo que no te deja respirar, como un pájaro muerto que al abandonarse te despierta.
Entonces se detuvo una voz resonando bajo esa luz descascarada destellando por toda la ensenada.
Breve estruendo
despierto aún escucho
mi propia voz
Alfonso Cisneros Cox