Voy a hablar de una casa. No conozco a sus antiguos moradores, ni a quién pertenece en la actualidad. Tampoco conozco su historia, esa que ha hecho de sus muros, de su fachada y de su techo medio hundido un libro abierto al paseante. A pesar de no conocer nada de ella salvo su aspecto actual, es una casa muy especial.
Durante un corto período de unos ocho meses, de septiembre a mayo, viví en la calle adyacente. La trama urbana, en forma de T, hacía que me topase con ella visualmente con tan solo girar la cabeza a la izquierda tras salir de mi portal. Su discreta silueta grisácea en los fríos y apagados días invernales llegó a resultarme muy familiar, pues mis trayectos cotidianos -el autobús al trabajo, el supermercado- me obligaban a pasar por delante.
La casa se ubica en pleno distrito 9 de la ciudad de Viena, de nombre Alsergrund, donde ejerció Sigmund Freud largos años. Se trata de un entorno urbano con un sabor muy especial, de edificios centenarios bien conservados y algunos rincones excepcionales. Por suerte, se mantiene aceptablemente apartado de las principales rutas turísticas de la ciudad, tan masificadas, lo cual convierte en un auténtico placer descubrirlo a pie, en días de suave nevada o en los largos atardeceres de otoño, con los primeros fríos y la cálida luz rojiza filtrada por los árboles.

de otro tiempo
hasta el cielo plomizo
sobre la casa
El trazado urbano de la Liechtensteinstraße, una de las calles más anchas del entorno, es relativamente constante, hasta llegar a la altura de nuestra casa, el número 28. Llama mucho la atención el hecho de que el resto de edificios esté retranqueado unos dos metros con respecto a ella, fruto, supondremos, de alguna reurbanización histórica a la que por suerte sobrevivió. La casa es, sin embargo, una reliquia mucho más antigua que el resto de la calle, cuyas construcciones pueden datarse visualmente en su mayoría entre finales del siglo XIX y principios del XX. Sin tener más datos en mi mano, me atrevería a estimar su construcción en 150 años antes que el resto como poco.

por los huequillos
de las puertas, frescor
desde lo oscuro
El piso bajo del inmueble está organizado en torno a un portón principal con tres puertas menores a cada lado, entradas respectivas a las distintas tiendas que allí se ubicaban. Arriba, en la primera y única planta, hay 7 ventanas de madera, de doble cierre, para combatir el frío. Las nuevas viviendas vienesas carecen del doble cierre, que ha quedado ya como un elemento en desuso, pues el aislamiento de las ventanas modernas es mucho más eficiente. El espacio entre los dos cierres era a menudo usado para colocar objetos decorativos o macetas con plantas y flores, como en este caso. El tejado de la casa, de viejas tejas descoloridas, apreciablemente hundido por la parte derecha, se puebla a menudo de cuervos y palomas. Sobre el canalón del desagüe se ven cuatro tragaluces o ventanucos que dan a las probables buhardillas del interior.
De los últimos negocios regentados en los bajos han sobrevivido milagrosamente sus nombres sobre los carteles de la fachada. Las dos puertas más a la izquierda fueron en su día el almacén de un tal Alexander Häuser, que, como figura debajo, localizaba las ventas de sus productos en los números 32 a 34 de la misma calle. Ninguna pista tenemos sobre la mercancía exacta que vendía. Justo encima de la segunda puerta leemos la palabra "Rechtsanwalt" ("abogado"), haciendo referencia al piso de arriba, donde un abogado hubo de tener su bufete. Sobre la siguiente puerta se lee -ya a durísimas penas- "Fenster- und Zimmerputzer" ("limpiador de estancias y ventanas"), "fundado en 1919", a continuación el nombre "Anton Burkert" y por último un número de teléfono que comienza con 9-53-2… Otro de los inagotables detalles de la fachada es el pequeño y polvoriento cuadro bíblico instalado justo encima del portón principal, en donde se escenifica un paseo campestre de María y José con un niño Jesús de unos diez años. En la parte derecha, todo el bajo estuvo en su día ocupado por una carnicería especializada en vender carne de caballo, algo corriente en otros tiempos. Puede leerse en el letrero la expresión "Pferdefleischhauer und Selcher", y el nombre del carnicero, "Rudolf Schlapota". Hauer significa, literalmente, "picador"; en este contexto, "quien pica la carne". Selcher es una expresión tan caída en desuso para referirse al carnicero que si tuviera por ello que buscar un nombre equivalente extendido a la tienda en nuestro idioma, tan solo me vendría a la mente el término "carnecería", así, con "e", como aún puede leerse en la fachada de un antiquísimo negocio, aún existente, sito en la calle Arfe de mi Sevilla natal.

carnecería
cuervos que picotean
el techo hundido
No sé cuánto permanecerá aún en pie esta joya del pasado, auténtico ejemplo de la arquitectura popular de otras épocas, que ejerce de túnel del tiempo en plena calle. No sé si alguien -propietario, autoridades- hará algo por evitar que desaparezca. El aspecto exterior es de ruina inminente, por el estado general de la fachada, la pintura ocre sucia y descascarillada, los trozos de cornisa caídos, los graffitis, la carcoma del portón principal y lo poco que se vislumbra del penumbroso y lúgubre interior cuando uno echa un vistazo por los huecos que han quedado en las puertas del piso bajo. Curiosamente, si se mira por el enorme ojo de la cerradura del portón, para la que me imagino una vetusta y pesada llave de hierro, se descubre un patio en buena condición, habitable y relativamente cuidado, pues es compartido con el edificio posterior.
Ya no vivo cerca de esta casa, pero de alguna forma ha pasado a formar parte de mi vida. Es ya un pellizco de la ciudad que he terminado haciendo mío inconscientemente; no de la ciudad que se nos suele ofrecer de primeras, como paseantes accidentales o incluso como residentes, sino de la ciudad que uno, por la fuerza de la costumbre y del encanto, va asumiendo como propia. Aún hoy, en mis interminables paseos, me sorprendo a veces dirigiendo mis pasos casi sin pensarlo hacia el distrito 9, hacia la Liechtensteinstraße. Cuando llego a la altura de la casa, me quedo unos minutos en la acera opuesta, guardo silencio y la recorro con la mirada, reconstruyendo, como si hubiera estado allí, las pequeñas historias de sus moradores, seguro gente sencilla y atareada, las amargas tragedias y los apasionados amores vividos tras esas ventanas, el ajetreo de clientes del carnicero Rudolph, las visitas del señor abogado subiendo al primer piso, los avatares de quienes residieron allí mucho antes incluso que ellos, el mérito inconmensurable de aquellos que conocieron guerras mundiales; preguntándome qué fue de todos esos seres, de sus glorias y miserias, pensando en cómo un mero soplo de tiempo ha difuminado sus huellas y convertido sus vidas en mínimas anécdotas, perdidas en la historia, que ya nadie recuerda. Y siempre miro atrás una última vez antes de reemprender la marcha, pues nunca sabré si sus cansados muros se darán pronto por vencidos definitivamente y en mi próxima visita sólo encontraré un montón de escombros o un solar desolado que oprima el corazón, en donde ya no se guarde la memoria de los que se fueron. Entonces, como en una ensoñación, reparo en las macetas de radiantes flores rojas, dispuestas tras cada una de las siete ventanas del primer piso, pues alguien con quien aún no me he cruzado, todavía hoy, sigue subiendo a cuidar de ellas.

la casa en ruinas
y aún cuida alguien las flores
de las ventanas

Luis Corrales Vasco - Viena, Julio de 2007