XXVI. Eso era un lobo
La carretera subió y subió, dejó atrás las últimas casas y nos aupó al bosque. Cosa rara en estos pagos, discurría más bien recta entre los árboles. Por eso pudimos verlo. La primera vez, indistinguible, a lo lejos. Cruzó el asfalto de derecha a izquierda y desapareció entre la maleza y no dijimos nada. Pero la segunda lo vimos bien cerca, retornando a la carrera a la margen derecha, mientras lo esquivábamos con un volantazo y él a nosotros con un quiebro de patas. Y dijimos:
-Eso era un lobo.
Todo duraría unos tres segundos. El primero surgió de la floresta, el segundo nos esquivamos, y el tercero desapareció de nuevo. Entre el segundo y el tercero nos chocamos la mirada. Fue un instante, apenas nada. Después cavilé fascinado que si bien era maravilloso haber visto una bestia así, no menos maravilloso era el ser visto por ella. Yo vi un lobo, pero también... ¡un lobo me vio a mí! Entré por sus ojos oblicuos y fui procesado por su cerebro salvaje (¿Me habrá olvidado ya?). Una fracción de segundo, ya digo. Pero bastó para que de golpe comprendiese algo del lobo que hasta entonces sabía sólo por los cuentos: nos damos miedo.
El lobo entiende la vida así, furtiva, como un cuatrero, a golpe de cepo, de postas loberas, de sangre en los establos. El lobo, como un ángel rebelde expulsado de nuestros paraísos domésticos, es ese perro que no nos quiso.
Fue extraordinario. Nada de lo relatado puedo encuadrarlo en el plano de lo cotidiano. No puedo, pues, endosarle un haiku acorde como acostumbro. Pero conservo un terceto de cuando empezaba a escribirlos y daba más palos de ciego de los que sigo dando aún ahora. Hace mucho, lobo, compuse uno que no sé como brindarte hoy. Nos vimos en Galicia. Invocaremos a las meigas. Tal vez ellas puedan, con el meigallo exacto, de algún modo insondable para profanos y cazadores, hacerte llegar esto
Al lobo viejo
le parece que es otra
la misma luna.
que te dedico, bandido admirable, rival atávico, amado enemigo, con todo mi temor y mis aplausos.
Luis Carril García