XXV. Corazones en Eidsdal

El corazón es limitado. Me gustaría pensar lo contrario, pero vamos dando corazón según vivimos; paramos de vivir y para el corazón y sus dádivas. A veces la donación es requerida y a veces no, a veces satisfecha y a veces no. Lo entregamos todo o en trocitos. Todo a una causa, como Bobby al tablero, Bismarck a Prusia, la Madre Teresa a los pobres. O en trocitos a personas, a lugares, a equipos de fútbol, a cuadros.
Eidsdal es un pueblecito noruego. Al pie de un fiordo, como debe ser. Bajo un algo de sol y un mucho de lluvia, como debe ser. A él nos llevó una carretera discreta, salpicada de casas de madera, distantes unas de otras, pintadas de ese granate que abunda en Noruega. Un perpetuo bosque bajaba incesante por las abruptas montañas hacia nosotros, y un río azul, más claro que el cielo nórdico, nos acompañó todo el camino, a veces a nuestra izquierda y a veces a la derecha, creciendo a cada paso con la suma de las cascadas, que ya paramos de contar hace rato. También todo esto nos fue trayendo a Eidsdal. No cuento en el pueblo nada más que veinte casas apenas, un sobrio local hostelero de indudable ambiente marino, un supermercado cerrado y una nave de incógnito / ignoto porqué. Y un puertecito con algún barco pesquero, algún barco de recreo y un ferry que va y viene continuamente cruzando el fiordo hasta Lingen. Y una casa más. Ésta es blanca. De madera, cómo no. Se diría que en la planta de arriba viven; en la de abajo un matrimonio anciano atiende un negocio. Es una de esas tiendas de todo, desde artículos de pesca hasta comestibles, y algún souvenir que, comparado con los que puedes encontrar en sitios más turísticos, lucen en el escaparate un tanto vetustos, de la poca salida que han ido teniendo. En el frente, sobre la puerta, pintado en grandes letras negras pone "TH. YTTERDAL"; "MATVARER", en letras más pequeñas. Ahora entran y curiosean y preguntan algo unos alemanes.
Mis compañeros de viaje están descifrando los horarios del ferry escritos en noruego en una caseta vacía adjunta al pequeño puerto. Yo estoy pasmado frente a esta casa. Luego me ganaré una regañina por no colaborar con las pesquisas. Pero ahora mis pensamientos me tienen cautivo: Allí -¿desde hace cuánto?- han vivido los señores noruegos. Cuando me marche allí seguirán. Han nacido mucho antes que yo. Puede que él sea de allí mismo y ella de un pueblo cercano. Puede que hayan visto patrullas nazis de niños. Puede que hayan sido excelentes esquiadores, que a él se le dé bien el salmón y que ella sepa tejer esas joyas de lana noruega con forma final de chaqueta. Puede. Devotos del mar seguro lo han sido. Y del bosque y el río y las cascadas que nos trajeron. Les debo el decir esto por el ejemplo que me han dado: no conozco pueblo que ame más a su tierra que el nórdico; a su tierra y a sus aguas, que los amen y lo demuestren, y los encuentren merecedores de un buen pedazo de corazón. Míralos, atendiendo. A ver quién duda que también ha habido un buen intercambio de corazón entre ellos.
Cavilaciones, en fin, simplonas y bobas, pero que me fijan allí, por la gracia de Odín, recibiendo acusaciones de escaqueo en las lejanas voces de los demás, ensimismado, inmóvil. Aunque tal vez todo se deba sólo al frío de la tarde escandinava.
No muy cerca del centro están la iglesia (de madera, huelga decirlo) y el camposanto. El culto luterano concibe las tumbas sencillas, cavadas sin nicho en la tierra, y con un pequeño parterre delante de cada una que tiene plantadas flores naturales. Son muy poquitas, pero de vivos colores y bien cuidadas, y conforman todo un símbolo evidente de vida después de la muerte. A J le han conmovido enormemente. Sus trocitos de corazón ella los deja a cosas así.
Modestas lápidas.
La lluvia entre sus letras.
Nombres noruegos.
Luis Carril García