XIX. El Santo Encuentro
Nadie, creyente, agnóstico, ateo, permanece impasible ante una procesión. ¿Y cómo hacerlo?
Es de noche, la gente se ha ido congregando a la salida de la modesta iglesia. ¿Cómo no sorprenderse si está, con sus mejores galas, todo el pueblo? No, no es una manera de hablar: están todos. No se puede decir "toda la ciudad estaba allí o toda la ciudad hizo tal cosa", eso sería una figura literaria, una hipérbole. Aquí sí, jóvenes y mayores, por profunda devoción o por el qué dirán, pero todo el pueblo. Todo el pueblo y más: también están los que se han ido fuera y regresan leales a honrar sus tradiciones. Se saludan, besan, intercambian breves palabras cordiales y se preguntan por otros que no están en ese corrillo concreto, se enseñan a los niños crecidos, bromean, se alegran. Pero se va acercando la hora de que salga la imagen. Por eso todas las conversaciones se van apagando, primero hasta el susurro, después hasta el silencio total: sale la Virgen con un manto oscuro. Quien esto escribe se siente inundado de paz. A la cabeza, tocado de morado, el cura -no es mi pueblo, no sé su nombre-; siguen las portadoras -únicamente mujeres casadas-; y, en torno, un coro que en distintas paradas entonan los apropiados cánticos en latín. Detrás, la gente.
Las calles angostas y laberínticas que componen el trazado se encuentran adecuadamente iluminadas por voluntad de cada vecino. No vamos a oscuras, pero tampoco en exceso alumbrados. En un portal hay cientos de velitas cada una en una cáscara de caracol. Andamos despacio. Si dos tropiezan, se ceden amablemente el paso. Y si a alguien se le escapa un comentario un poco más alto de lo debido se le manda callar: "¡sssshhhh!". En cambio un niño pequeño, tras uno de los cánticos, se dirige a sus padres gritando y pronunciando mal: ¡música, la música! Murmullo de sonrisa en toda la procesión. Pasamos por donde está la chavalada. Ellos no se unen, pero interrumpen sus risas y observan el paso con la compostura que saben y el respeto. Un coche que se incorporaba a la calle por donde vamos, se detiene, y detrás de él otros tres. Alguno detiene el motor, abre la puerta y saca fuera medio cuerpo para... Para sentir mejor.
La procesión: no creo que haya hoy en día en la aldea una ocasión de urdimbre mayor. ¿Cómo no emocionarse?
Seguimos, lentamente, al encuentro del Cristo. Será entonces cuando la Dolorosa, alegre por ver a su hijo resucitado, cambie su manto oscuro por otro blanco.
El Santo Encuentro.
Los paraguas que se abren,
todos nuevísimos.
Luis Carril García