XVIII. Del mar a la nieve y de la nieve al mar
El último tramo del viaje lo hicimos de noche. Nos quedaba todavía una hora de carretera local subiendo a través de las montañas. A lo largo de ella, varios anticipos de lo que una de las regiones más desconocidas que España tiene para ofrecer al viajero: Ancares.
Ninguna luz aparte del haz de los faros del coche. Dado lo sinuoso del trazado, era lo mismo largas que cortas: sólo se iluminaba un poco de asfalto maltrecho, unos metros de cunetas, y una pequeña porción de la primera hilera de árboles a un lado y otro. Después de varias docenas de curvas a izquierda y derecha, la conducción iba dejando paso a una sensación onírica, de irrealidad. El cuerpo no tenía experiencia de lo que estaba recibiendo por los sentidos. Giro a la derecha, unos metritos de asfalto, cuneta y monte; giro a la izquierda, metritos de asfalto, cuneta, y monte. Pero de pronto, giro a la derecha y primeras nieves en la cuneta y primer alto. Tocar la nieve, apretarla duramente, pues está helada. Recibir adentro la sensación de que esta paliza de coche va a valer la pena. Sonreír, suspirar, seguir. Giro a la izquierda, dos jabalís patrullando el monte. No son especialmente huidizos. Reducimos para apreciarlos mejor dentro del haz de luz eléctrica. Nos acompañan un ratito por la vera de la pista, hasta que descienden por el terraplén y desaparecen. Media hora y ya hubiera valido la pena, y todavía queda todo el fin de semana. Giro a la derecha, un pequeño apeadero de grava. Parar, apagar las luces. Disfrutar de la ausencia absoluta de contaminación lumínica. Las estrellas. Parece que la noche celeste se contiene para no resplandecer todo lo que podría. Súbitamente recuerdo un haiku de Isabel Pose que hace que me estremezca:
Aún huele a leche
la madre en el umbral.
La Vía Láctea.
No sé si al resto del mundo le emociona ver la Vía Láctea, a mí sí. No en cualquier sitio se puede, aquí sí. Un trozo de brazo de esta galaxia en espiral. ¡Qué palabras tan gigantescas! ¡Cómo empequeñecen a uno! ¡Qué alivio!
Llegamos bien entrada la noche a la casa de labranza. Somos recibidos excelentemente, como si fuésemos conocidos de antes. Como en cualquier sitio inhóspito, la hospitalidad es un deber arraigado en el espíritu de las gentes. Pronto estamos durmiendo. Los ojos, aunque bien cerrados, se ilusionan con la Maravilla que ya sin lugar a dudas saben que van a contemplar mañana.



Al caminante montés no le está permitido trasnochar. Acostarse temprano y levantarse temprano. Esa es la pauta. Y eso hicimos. Al correr las cortinas del modesto cuarto, contemplamos por vez primera el esplendor de nuestro entorno. Sierras medio verdes, medio pardas, medio nevadas, bajo un limpio cielo en el que brillaba un sol tibio de invierno. ¿Qué más se puede pedir? Un delicioso desayuno casero, por ejemplo.
Cuando nos levantamos todo era silencio. Ni un gallo, ni un perro, apenas trinos. Pero, como si estuviesen pendientes de nosotros, al ruido de nuestros preparativos de la marcha, le sucedieron ruidos de pucheros en la cocina: nuestra anfitriona sin duda estaba preparándonos el desayuno. Nos recibió en el comedor con una cálida sonrisa, con la alternativa de café o cacao, y con tostadas recién hechas de pan de aldea. Comimos más de las que debíamos, pero, ¿quién hubiera podido resistirse? Subimos a por los petates cuando ya bajaban otros huéspedes menos madrugadores. En las escaleras de camino a las habitaciones había colgadas fotos de la casa y de parajes colindantes. Entre ellas, una de la señora con un sonriente jubilado nipón que, dada una de las aficiones que este autor profesa y que ya os imagináis, me despertó una gran curiosidad. Ya la satisfaría luego, era hora de ponerse a andar.
Tomamos la senda que desde la parte trasera del pueblo se dirigía al pico Mustallar, uno de los más emblemáticos de la zona. Cada cierto tiempo nos volvemos y comprobamos con una nueva perspectiva cómo encaja el pueblecito en el terreno. El camino aparece y desaparece bajo capas de nieve helada. A lo lejos se escucha un salto de agua que aún no vemos. En seguida la nieve oculta por completo el camino, ¿por dónde seguir? Algún caminante ha madrugado más que nosotros; seguimos su rastro. También vemos huellas de algún cuadrúpedo grande. No sé distinguirlas, pero prefiero imaginar que son de lobo, me gusta más así. Ahora rodeamos una empinada ladera, a media altura, con cuidado porque la nieve a veces cede y no sabemos cómo es el suelo debajo. Si todo sale bien llegaremos a la vaguada y veremos esa cascada que suena cada vez más fuerte. Si no, alcanzaremos al menos lo que parece un collado. Bueno, es más difícil de lo que pensábamos. Cambiamos de objetivo. Nada de cumbre, nada de cascada. Collado. Aquí estamos ya.
Balbucir una descripción de lo que veo me llevaría mucho tiempo y sin ninguna garantía de éxito. Sólo decir que contemplo un paraíso. Alejado del tópico de edén tropical con aves y frutas exóticas y desnudez humana. La gloria aquí es silenciosa, solitaria, de blanca pureza y sugiere las palabras "paz glacial". Y es posible solo gracias al abrigo de las fibras sintéticas que vestimos.
Paz glacial.
No era cuestión de quedarse sin luz aquí arriba, pronto habrá que regresar. Desandar el camino que nos llevó a las faldas nevadas del monte. Pronto regresar a la casita labriega reconvertida, y rehacer los petates, y no marcharse sin probar los huevos con chorizo, todo casero. Y enterarse de que el misterioso nipón es un fiel visitante anual, que cada verano paga su estancia con servicios de camarero; ir haciendo memoria de las palabras con las que, si todo va bien, este verano nos presentaremos ante él y lo sorprenderemos, "Furuike ya…" . Pronto ser tomados de la mano por el agua y calcar el trayecto de su ciclo, ser devueltos a la orilla del mar, en donde se acurruca la ciudad que nos tiene por habitantes. Pronto, sí. Pero antes nos tenemos merecido un descanso, arrullados por el silencio, por el extático paisaje, por el tibio sol de febrero que casi obliga a una siesta… de altura. No seré yo quien contradiga tales cósmicas indicaciones. Pero una vez acomodado sobre una roca seca y plana necesito taparme los ojos del sol. Lo siento, pero para ello esta libretita de notas me va perfecta.
Luis Carril García