XIV. El fin del mundo
Cara a cara con el fin del mundo
La retroexcavadora, que tronza los troncos; el tractor, que desbroza el monte; el bulldozer, que empuja la tierra vegetal hacia el límite de la expropiación. Todos han parado por hoy ya. Los operarios se despiden, montan en los coches que habían dejado aparcados al borde de la pista forestal, y se van hacia abajo, a buscar la carretera nacional. Desaparecen. Yo tomo la pista en dirección contraria, hacia arriba. Siempre me ha gustado circular por pistas forestales. Nunca pasa nadie. Puedes dejar el coche en la cuneta y parar a dar una vuelta cuando quieras, por donde quieras. Ofrecen una buena dosis de evasión. Discurren por lugares en donde se puede descansar -tras tanto estruendo mecánico- el oído sobre los trinos o sobre el viento en las ramas. Ésta lleva a un repetidor de T.V. Tal vez haya una buena foto de la obra desde allí. Dejo el coche en la cuneta, cojo la cámara y también la cazadora: sopla el nordés (*). Aquí arriba, aparte de la antena, no hay demasiados vestigios humanos. Antiguos muros de mampostería delimitando fincas, ya desmoronándose. Y poco más. El nordés tampoco encuentra mucha oposición forestal. No hay agua tan alto, ni por tanto, fragas (**). Los pinos, los eucaliptos, sometidos a su inclemente azote, crecen poco y mal. Alguien ha tratado de plantar castaños. Se le han quedado raquíticos. Por aquí y por allá hay algunas pilas de leña. A medida que subo, como que se espesa el aliento, hasta vérselo uno delante. Franqueo en la finca más alta una valla desvencijada. Entro. La hierba, rala, cruje al pisarla, enfriada por el viento. Esquivo a dos procesionarias que reptan medio aletargadas. Llego.
No hay tal foto. Entre la cima y la obra se encuentra una floresta a media ladera (la más resguardada). No obstante, me sentaré en esta piedra, a contemplar. A ver qué veo. Veo, sin embargo, perfectamente el pueblo. La torre de su iglesia. Su puerto y su barco naranja chillón de salvamento. A medias su calle principal, porque es curva y la tapan las casas. Veo muchas otras calles. Veo peatones diminutos. Veo coches saliendo y entrando por la nacional. Desde aquí parece imposible que esos cuadraditos de colores en algún momento hagan sonar su claxon y sus ocupantes se enfaden. Desde aquí se comprende todo. Desde aquí se perdona todo.
El sol, ya bajo a estas alturas del año, no tardará en ponerse. Me levanto y me voy. Ahora tengo de frente el mar, la cama del sol en esta parte de la península. Y aquello es Finisterre. Sí, el fin del mundo. Al cerrar la puerta del coche dejo atrás el murmullo de las miles y miles de hojas que un otoño aún sin fuerza no ha podido arrancar de las ramas. También noto calorcito y que el nordés me había hecho llorar de frío. Reculo. Bajo lento, en primera. Todavía no hay buenas setas. En ese claro sembrado y segado, posado un ratonero, ¡belleza de bicho! Y eso otro parecía una guarida de algo. Se merece una excursión mañana.
Me cruzo con la obra otra vez. Otra vez paro y bajo. Las máquinas han ganado hoy más terreno al monte. No están aparcadas, sino apagadas en donde acabaron: delante tienen bosque. Esas acacias vivirán un día más. Una tiene incluso el cazo de la retro apoyado en su tronco. Ese "toquecito" le ha provocado un arañazo profundo de donde mana algo de savia espesa, y además
sobre la máquina
simientes de la acacia
que arrasará mañana
que uno, en un delirio ecológico y sentimental, podría entender como una petición de misericordia; o bien como una resignación, y una urgencia por perpetuarse antes de dejar de existir; o... no sé.
Vuelve el ciclo artúrico propio, vuelve una carretera de discutible utilidad desangrando un bosque, vuelve el asistir a una lucha desigual entre palas y árboles, entre explosivos y nidos, entre asfalto y arroyos; sabiendo que, aunque te pese, formas parte, sí, de los dos bandos.
tierra sin broza
¡qué diáfana la marcha
del saltamontes!
Luis Carril García

* nordés: en gallego, apócope del viento que sopla del nordeste, que no acostumbra a traer lluvia, pero sí que es frío y fuerte.

** fraga: extensión de monte, por lo general aislado y de difícil acceso, poblado de una gran diversidad de flora y fauna.