XI. Staroměstské náměstí

Algunas ciudades tenían algo para ti y te lo dieron tan pronto llegaste. Del mismo modo, te pidieron algo que no sabías ni que tenías, y se lo diste.
Un trueque así sucedió en Lisboa. La ciudad se quitó para ti la máscara que ya todas las ciudades se ponen hoy para recibir a los turistas, y te mostró su cara. Tu adquiriste una familiaridad imposible con calles, plazas y esquinas que pisabas por primera vez. Os encontrasteis en un reservado que dejó a un lado lo que no era ella y lo que no eras tú. Desde entonces, Lisboa fue (y es, y seguirá siendo aunque no volvieses nunca ) tanto tu casa como lo es la calle de tu niñez, como lo es tu actual domicilio, como lo es la aldea de tus abuelos.
Lo recuerdas, pero fue hace ya demasiados años. Tantos que habías empezado a considerar todo esto como una deliciosa anomalía, un hecho aislado en tu vida, perdiendo la esperanza de que volviese a suceder otra vez en alguna otra ciudad del mundo. Tal vez fuese que esa ciudad que esperabas no existía, tal vez fuese que aquel al que la ciudad esperaba ya no eras tú.
Te equivocaste.

Es Navidad, o cerca de Navidad. Me habían dicho que por aquí estas fiestas se celebran con mucho sentimiento, y compruebo que es cierto. Estoy en la plaza mayor, por así decirlo, flanqueado por edificios hermosos, avejentados y venerables; y rodeado de encantadores puestecitos de madera en los que te sirven pasteles típicos y bebidas calientes. Hay paja esparcida sobre el suelo de piedra. Supongo que los coches de caballos con sus cocheros vestidos de época que han pasado hace un rato tienen algo que ver con esto. No falta un abeto enorme adornado con mil bombillas, que parecen ramificarse como el propio árbol y deslizarse a través de la noche hasta alcanzar monumentos y fachadas, y allí trabarse, luminosas, extendiéndose como... ¡qué se yo! Como hiedras eléctricas. Huele a dulce y toda la plaza se encuentra envuelta por las canciones de un certamen de grupos tradicionales. La gente se mueve por aquí y por allí, con ese ritmo particular con el que se camina cuando se está de paseo, lento y con paradas provocadas por cualquier cosa, por un pony atado, por un mimo inmóvil. Algunos se giran hacia el palco y se detienen lo que dura una canción. La tararean, la bailan con sus cachorritos en brazos, y al final aplauden, y los músicos saludan sonrientes con ceremoniosas reverencias. Por un momento, me pierdo de mis amigos. ¿Dónde están? Giro la cabeza, por allí van, los veo alejarse. Pero no hago nada por alcanzarlos de inmediato. Me quedo allí solo, unos segundos, inmerso en esto.
En ese momento, de entre el gentío, se me acercó Praga y me ofreció lo que tenía para mí, tomó lo que yo traía para Praga a cambio y luego se fue.
No es que se fuera, claro, siguió allí. Pero ya no estaba sólo conmigo. Tenía que atender a otros, no sé. ¿Quién se atreve a descifrar los designios de una ciudad centenaria?
Yo me quedé allí, paladeando durante un rato la magia de este nuevo trueque, feliz por el propio intercambio y feliz también por volver a sentir esto, el que una ciudad te lleve a un aparte y te diga "hola, ya pensé que no venías", preguntándome si volverá a suceder de nuevo. Y cuándo. Y dónde. Pero en fin, si no quería perderme de mis amigos de veras, tenía que dejar estas cavilaciones y ponerme a andar ya.
Staroměstské
sonrío aunque no entienda
los villancicos
(Staroměstské náměstí: Creo que se puede traducir como "plaza de la ciudad vieja")

Luis Carril García